Antonio Caso

Más o menos desde las 12 am los domingos podía uno caerle. Era de los poquísimos lugares donde había rock en aquella época de prohibición. Desde principios de los setenta y hasta mediados de los ochenta simplemente no había permisos para reuniones de más de cinco mil rockeros, pero ni por equivocación, la Secretaria de Gobernación siempre atenta. Puedo contar los conciertos masivos en esos quince años con los dedos de las manos. Había miedo del gobierno de que la juventud tuviera un canal de expresión. Pero en el Club Antonio Caso era otra cosa, ese lugar estaba escondido entre los edificios de condominios de la Unidad Tlaltelolco. La entrada no era muy cara y me daba el lujo de ir con frecuencia. Cada domingo, la tribu de rockeros chilangos se podía reunir, había cierto orden. El uniforme era a base de jeans y playeras de algodón blancas, obvio chamarras negras, a veces con estoperoles y greña crecida. Aunque empezaban a llegar unos vatos con los pelos cortos y parados, de saco y corbata.

En aquellos años aparte del Antonio Caso, había el Salón Revolución en Balderas y el Herradero allá por Neza. Se les conocía como hoyos funkies, de mil a tres mil concurrentes cuando mucho.

La música disco, Travolta y los Bee Gees se escuchaban en cualquier parte. Acá en los hoyos era otra cosa. Te podías refinar hasta siete u ocho bandas cada domingo por un solo boleto. El lugar era incómodo, no había sillas o asientos y en torno a un entarimado o "stage" donde tocaban las bandas la gente se acomodoba lo mejor posible, en el suelo, recargados en la pared, en fin. Atrás unos bailaban algo así como una danza india o el nuevo invento: el slam.

No, no era caro, pero a veces no había lana, así que había que aplicar cierto ingenio. Llegaban las camionetas del Three Souls in My Mind y me pegaba con ellos para ayudarles a bajar sus instrumentos, cables, bafles, altavoces, etc., etc. Ya me conocían y podía entrar como quién dice por la puerta trasera, que si no mal recuerdo era lateral.

Empezaba el movimiento punk mexicano, bandas como Rebel d'Punk o Dangerous Ryhtm que después se hicieron llamar Ritmo Peligroso. Y los clásicos: Nuevo México, Dug Dugs, Enigma, Toncho, Hangar Ambulante,  Javier Bátiz y otros entre los cuales no podía faltar el manager de tugurio que respondía al nombre de Paco Gruexo, una especie de Joe Coker tlaltelolca. A veces cerraba el programa un grupo de música country llamado Campo y Corteza.

Corría un poco de marihuana, a pesar de las revisiones de rigor a la entrada. Era otro México, más inocentón digo yo, más fraternal, más auténtico. En ese lugar hice amigos, novias y hasta aprendí el oficio de ser representante artístico, letrista y diseñador de posters. Todo se valía, nada era imposible, tenía la juventud de mi lado. Me tocó ver la escisión del Three para degenerar en un grupo que después vendió muchos discos: El Tri de Alejandro Lora. Pero ya nada era igual y ese grupo ya no significó nada para los conocedores.

Viajaba yo en metro y de regreso a mi casa, me metía a la cama, el requinto rocanrolero seguía retumbando en mi cabeza por un buen rato. Era algo especial pertenecer a esa banda, a esa minoría y al mismo tiempo pertenecer a otros círculos más convencionales. Todo aquello fue una parte de mi juventud y parece mentira pero no se ha ido. Apenas le dí un revisited a mi colección de discos de vinilo, muchos de ellos adquiridos en la discoteca Hip 70 de allá por la colonia Florida. El buen rock no se conseguía fácilmente había que comprar discos importados.

Nomás como ejercicio de Memoria: eran Alejando Lora en el bajo, Ernesto de León en la guitarra y Carlos Hauptvogel en la batería. Eran unos buenazos para eso del Blues Negro. Me llegaron noticias de que los dos últimos andan tocando juntos otra vez. Ojalá pueda verles, mientras tanto me es grato compartir esos pedacitos de historia en este blog y desapolillar por un rato el alma.


Disfruten su viernes y que tengan buen fin de semana, acá seguimos el rock & roll ...