¡Juega el Pollo!

Se escuchaba esa arenga en aquellas viejas cantinas del centro de la ciudad de México, serían los setenta y seis o algo así. ¡Juega el Pollo! gritaba un señor entre merolico y maestro de ceremonias. El asunto consistía en comprarle por pocos pesos un boleto para que en pocos minutos se participara en la rifa de un pollo asado presentado con de buena forma con alguna guarnición vistosa de lechugas o papas con cebolla.

Era apenas un puberto y se me negaba el servicio de bebidas espirituosas. Ahí de vez en cuando me pasaba mi patrón una cervezuca disfrazada de sidral mundet. No sabía como le hacía mi patrón de ese entonces que se llamaba Arturo, pero siempre salía ganador. Entre ambos devorábamos la ave que nos sabía a gloria.

Tiempo después me confesó su secreto. No, no era buena suerte, ni cargaba un talismán. Se ponía de acuerdo con el anunciante de la rifa y le compraba dos o tres boletos para asegurar que dicho sujeto moviera la suerte a su favor.

Ya no he visto ese tipo de cosas en las cantinas de ahora, no sé si se acostumbre en otros lados las famosas rifas del pollo que en días de quincena podía pasar a ser un lechoncito cocinado a la mostaza. Lo que si les digo es que nunca fui mañoso, a pesar de tener buenos maestros.

¿Se les antoja?

¡Juega el Pollo! Yo invito.